Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

VOLVER AL MENÚ PRINCIPAL


1657
Legislatura: 1898-1899 (Cortes de 1898 a 1899)
Sesión: 22 de febrero de 1899
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Réplica
Número y páginas del Diario de Sesiones: 64, 1878-1882
Tema: Convocatoria de Cortes Constituyentes

El Sr. PRESIDENTE: Tiene la palabra el señor Presidente del Consejo de Ministros.

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): Señores Diputados, es el señor Salmerón una persona de mucho talento, que hace mucho tiempo tiene toda mi estimación, que no hace poco que le conozco y que siempre he creído que su señoría no se encuentra bien en la atmósfera de la realidad. No encuentra en esa atmósfera de la realidad bastante ambiente, y por eso frecuentemente de la realidad se sale porque bien pensado, Sr. Salmerón, lo que S. S. hace y lo que hacen los que le acompañan con las instituciones, no lo hace ningún partido republicano en parte alguna, por lo cual yo no sé lo que son los republicanos españoles. (El señor Muro: Unos bichos raros.) Porque en todas partes hay republicanos, pero en ninguna parte hacen lo que los republicanos españoles, puesto que en todas partes lo primero que hacen es respetar las Instituciones que rigen porque son las instituciones que se ha dado el país en virtud de su soberanía y al respetar aquellas instituciones respetan la soberanía del país, que es lo que nosotros hacemos. (El Sr. Sol y Ortega: Pero en ninguna parte hacen tampoco los monárquicos lo que hacen en España.)

Lo primero que necesita hacer todo partido político para merecer este nombre, es respetar las instituciones de su país, siquiera conserve íntegros sus ideales y se valga para su propaganda de los medios que las leyes les conceden; pero estar atacando todos los días a las instituciones que el país se ha dado, eso no es ser republicano, eso es ser perturbador, y vosotros, en vez de republicanos, sois unos perturbadores. Porque, ¿qué significan si no esos ataques constantes a las Instituciones del país? ¿qué significan si no esas excitaciones a la rebelión contra las instituciones,? ¿Qué significa si no esa separación constante que hacéis de la Monarquía y de las Instituciones del país?. Eso no lo hace ningún partido, absolutamente ninguno, que cumpla con su deber y que sea digno de merecer este nombre. Y a mí no me extraña, porque el Sr. Salmerón, aparte de su manera de ser especial, algo romántica, algo metafísica, tiene una obsesión que no le deja vivir, que es la obsesión del régimen actual y todo lo que pasa en el mundo se lo atribuye a ese régimen. ¿Que vino la guerra? El régimen actual tiene la culpa. Pues no, Sr. Salmerón. La guerra vino por una porción de hechos y una porción de fuerzas, cuyo conjunto y cuyo resultado se llama fatalidad; la guerra vino porque no podía menos de venir; la guerra vino porque los Estados Unidos tenían ansia de apoderarse de nuestras posesiones de Ultramar y España no quería dárselas. Allá para su política, los Estados Unidos tenían escrito en su programa la adquisición de aquellas colonias; pero la Nación española tenía escrito en el suyo que no las quería ceder. Se fueron complicando las cosas, y cuando los Estados Unidos encontraron el terreno bien dispuesto y la atmósfera propicia para realizar sus planes, pusieron manos a la obra e intentaron realizarla, y ahí empezaron las primeras negociaciones.

En las primeras negociaciones ofrecíannos los Estados Unidos sus buenos oficios para resolver aquella cuestión, pero tras de los buenos oficios que nos ofrecían los norteamericanos, tras esos buenos oficios veía España siempre el deseo de apoderarse de aquellas posesiones.

Pero, en fin, aún hubiéramos admitido sus buenos oficios, si con ellos no hubiesen lastimado el decoro de la Nación y hubieran atropellado nuestros derechos. Así es que los partidos, que han intervenido más o menos directamente en ese asunto por [1878] más o menos tiempo, tuvieron por guía, primero, no ir a la guerra con los Estados Unidos, y segundo, conservar en lo posible, y hasta donde fuera posible, nuestras posesiones en aquellos mares.

Sería muy largo, y no es cosa de este momento, referir todo lo que pasó en esas negociaciones; ahí hay un Libro Rojo, en el cual consta todo lo que puede ser examinado por quien quiera enterarse bien del asunto, pero es lo cierto que de exigencia en exigencia y de imposición en imposición, se nos obligó a una guerra que no queríamos, y a ella se nos llevó contra todos los esfuerzos que hicieron todos los Gobiernos para evitarla. Yo debo declarar que hizo tales esfuerzos el Gobierno, que en momentos dados llegó hasta los límites de la humillación.

A pesar de eso la guerra fue declarada, y el Gobierno español y la España ni siquiera la aceptó. Fue declarada la guerra y se nos vino a atacar en nuestra propia casa, ¿qué íbamos a hacer sino contestar la agresión con la agresión y defendernos hasta donde pudimos y como pudimos?.

Pero dice el Sr. Salmerón: "es que se pudo evitar la guerra; nosotros la hubiéramos evitado." ¡Qué lástima que a S. S. no se le ocurriera eso en tiempo oportuno! ¡Qué lástima que, cuando la guerra se declaró y antes de que se declarara, no hubiese hecho el Sr. Salmerón las mismas declaraciones. (El Sr. Salmerón: No había Cortes.) Sí las había, que ahí estaba sentado S. S., en ese mismo banco estaba sentado S. S.; todavía no se había disparado un tiro y aún pudo decir S.S.: "todo menos la guerra; ¿quieren que les entreguemos Cuba? Pues que se queden con ella y que aquellos 200.000 hombres y todos nuestros barcos se vengan a España." ¡Qué fácil es decir eso ahora!. Venir ahora (el Sr. Salmerón me da a mi derecho para emplear ciertos epítetos, puesto que él los ha empleado esta tarde muy gruesos y muy fuertes, y yo he de emplear algunos, aunque no sean tan gruesos y fuertes como los de S. S.), venir ahora a hacer responsable al Gobierno de que la guerra se haya declarado; venir ahora a tratar de demostrar que el Gobierno pudo evitarla, cuando eso se pudo decir a su tiempo, Sr. Salmerón, lo tengo por una solemne cobardía. (El Sr. Salmerón: Me limito a decir sencillamente que eso lo dije antes de venir aquí y el primer día que aquí me levanté.) Señor Salmerón, la palabra de S. S. tiene siempre tanto relieve e importancia, que yo no olvido fácilmente las que S. S. pronuncia, sobre todo cuando son para significar ideas y para tratar asuntos tan graves como los que estamos discutiendo. ¿Cómo podría yo haber olvidado la protesta de S. S. si a su tiempo la hubiera hecho? Entonces hubiera tenido esa protesta cierto valor; pero ahora, Sr. Salmerón, no es digno de S. S. lo que ha hecho esta tarde.

¿Qué quería el Sr. Salmerón? Después del ultimátum de los Estados Unidos requiriéndonos para que abandonáramos Cuba en un término sumamente perentorio, no nos quedaba más recurso que hacer una declaración solemne de nuestro derecho y, a haber podido, una protesta en armas. No podíamos hacer la protesta en armas, no debíamos hacerla, porque el Gobierno español conocía mejor que nadie cuál era la situación de los dos que iban a ser combatientes, y se limitó a resistir, se limitó a recibir la agresión, a contestarla y a defenderse.

¿Qué quería S. S. que hubiese hecho? ¿Qué ante ese ultimátum requiriéndonos para que abandonáramos Cuba, hubiéramos cedido en el acto y les hubiéramos entregado Cuba, sólo porque los norteamericanos la querían? ¡Ah! Su señoría, que se lamenta de cómo ha venido el ejército español, S. S. que se lamenta de la situación en que se halla España, ¡cómo se lamentaría de la situación que el ejército español hubiera quedado y de la situación ñeque España se encontrara si hubiéramos cedido, sin más ni más, a la pretensión de los Estados Unidos de despedirnos, como se puede despedir a un lacayo, de un país en que llevábamos 400 años de dominación y en que teníamos 200.000 soldados y entre voluntarios y guerrilleros otros 100.000, es decir, un ejército de 300.000 hombres! ¡Ah! ¿Era eso posible? Claro está que nosotros no podíamos hacer más que lo que hemos hecho, defendiéndonos de la agresión como hemos podido y hasta donde hemos podido, hemos sido vencidos, pero después el vencido no ha quedado deshonrado; en cambio, si nuestros soldados hubieran venido sin hacer la más pequeña resistencia; si hubiéramos entregado nuestras posesiones sólo ante el requerimiento de los Estados Unidos, ¡ah! entonces España hubiera quedado borrada del número de las Naciones civilizadas, y nuestro ejército no hubiera venido cubierto por la desgracia, ni la Nación sería en estos momentos desgraciada; no, nuestro ejército hubiera venido cubierto de oprobio y la Nación española sería una Nación despreciable. (Muy bien.)

Todo esto, Sr. Salmerón, no tiene nada que ver con el régimen actual, como dice S. S. porque cualquiera que hubiera sido el régimen, cualquiera que hubiera sido el Gobierno, hubiera hecho lo mismo que ha hecho el régimen y el Gobierno actual.

No; ningún Gobierno español es responsable de una guerra que se inició sin razón y se declaró sin motivo; la responsabilidad, en todo caso, será de los que tal hicieron.

Declarada la guerra, hemos tenido desastres sin cuento, lamentables desastres, y, como consecuencia, hemos perdido muchas y valiosas posesiones. Después de todo, ése es el fin de las guerras: para unos muy favorable, para otros muy adverso, y para nosotros ha sido lo segundo; pero todo esto es mejor que a la menor indicación de una potencia, sea la que quiera, hubiéramos entregado nuestras posesiones.

Pero S. S. no sólo culpa al régimen actual de que hayamos ido a la guerra, sino que además le culpa de haber apresurado la paz.

¿Cree S. S. que se apresuró la paz? ¿Cree S. S. que cuando el Gobierno solicitó la paz no era oportuno solicitarla? Sí el Gobierno español, después de los desastres sufridos, hubiera creído que debía continuar la guerra, hubiese cometido un crimen de lesa Nación; porque, después e todo, como no había declarado la guerra, como realmente desde el primer momento, por las circunstancias especiales de la imposición, tomó para España un carácter como de lance de honor, y como los lances de honor entre las Naciones no se ventilan ni pueden ventilarse como entre particulares, siendo como es un hecho que a la altura a que habían llegado las cosas, la Nación española, dentro de los medios de que podía disponer, hizo todo lo que pudo; si después de eso hubiera continuado la guerra, obligando al pueblo norteamericano a hacer mayores sacrificios, aquél, más ensober- [1879] becido y más agrio, y nosotros más exhaustos y más confusos, ¿cuáles hubieran sido entonces las condiciones de la paz que en último resultado los Estados Unidos nos habrían impuesto? Pues hubiera sido nuestra destrucción completa, sin añadir nada a nuestro honor, pues hubiéramos perdido con ello el nombre que merecen las Naciones que después de luchar como buenas y como pueden, y hasta donde pueden, se resignan dignamente a las necesidades de su suerte, pues hubiéramos destruido nuestro ejército con nuestras propias manos; pues hubiéramos comprometido para siempre nuestros destinos en el mundo.

Por eso se pidió la paz, y se pidió dignamente, como la pide aquel que se considera vencido, sin que entrara para la petición de la paz absolutamente nada que se refiera a la capitulación de Santiago, en la cual el Gobierno no ha tenido absolutamente nada que ver. La capitulación de Santiago no puedo precisar todavía en qué condiciones se ha realizado. (Rumores.) Me refiero a las condiciones establecidas por aquéllos que la pactaron porque de aclarar esto está encargado el Tribunal Supremo de Guerra y Marina, y él dirá la responsabilidad que cabe a los que en ella intervinieron, pero conste que el Gobierno absolutamente nada tuvo que ver con la capitulación de Santiago, que en cuanto pudo la evitó. (El Sr. Salmerón: A nosotros nos toca juzgar la conducta del Gobierno y el oprobio que lanza contra el ejército.-Rumores.) El Gobierno entiende que el general que estaba al frente de aquella plaza, que sancionó su valor, su bravura, con la herida que le tuvo postrado en cama hasta el último momento, es un general de relevantes condiciones, y al cual considera incapaz de hacer nada que rebaje el prestigio del uniforme militar, y que en poco ni en mucho rebaje el prestigio del ejército.

Contesto con esto a ciertas insinuaciones que se han hecho aquí, y a la lectura de un telegrama, no sé de quién; pero algo he oído aquí de un telegrama, que viene como a confirmar que el Gobierno tuvo participación en la capitulación de Santiago, si no dice además que el Gobierno mandó capitular a Santiago, y hasta tengo entendido que se dice que si mandó capitular a Santiago fue porque el Gobierno se había entendido con el de los Estados Unidos para que Santiago capitulara, a condición de que se pactara la paz. Entre todas las perfidias políticas de que tengo noticia en mi larga vida política, no conozco una perfidia política más grande ni más repugnantes. (Aplausos.)

La paz se estipuló con la frente levantada, de vencedor a vencido, valiéndonos del intermedio de una Nación neutral para que pudiera poner en relación a las dos Naciones que estaban combatiendo; pero fuera de eso, no hubo absolutamente condición ninguna de pacto por la cual se haya venido al tratado de paz; tal como es, se ha debido a la negociación directa entablada entre el Gobierno español y el Gobierno de los Estados Unidos, por el intermedio del Gobierno francés.

Que en la cuestión de la guerra y en la cuestión de la paz, por salvar al régimen actual, hemos huido de las corrientes de la opinión y hemos prescindido de estas corrientes, lo mismo para ir a la guerra que para ir a la paz. Su señoría está en un profundo error, y no parece sino que viene ahora de un país lejano, en el cual no ha tenido tiempo de examinar ni de conocer lo que ha pasado por el suyo propio. Decir que las corrientes de la opinión no nos empujaban a la guerra cuando la guerra se nos declaró, es decir lo contrario de la realidad, lo contrario de lo que sabe todo el mundo, lo contrario de lo que todo el mundo ha visto. En España sólo había algunos que no querían la guerra; estos algunos eran los desgraciados que constituíamos entonces el Gobierno.

Hicimos todo lo posible para evitarla, y llegamos, como he dicho antes, al límite de la humillación; pero vimos que ya no tenía remedio; que por evitar la guerra, si alguno se hubiera atrevido, hubieran venido muchos mayores males, y que, a pesar de todo, la guerra no se hubiera evitado; la guerra hubiera venido, pero con tan grandes complicaciones, tan sin dirección, tan en el caos, tan en el ruido y en el barullo, que Dios sabe lo que hubiera pasado. Hemos perdido, es verdad, las colonias, pero si alguno se hubiera atrevido a no ir a la guerra en aquellos momentos, no sólo se hubieran perdido las colonias, sino que probablemente hubiéramos perdido la Patria. (Muy bien.)

Conste, pues, que lejos de separarnos nosotros de las corrientes de la opinión para aceptar la guerra, que es lo único que hicimos; lejos de separarnos nosotros de estas corrientes, lo que hicimos fue, por patriotismo, ceder al ímpetu de las corrientes que el Sr. Salmerón no se atrevía entonces a contrarrestar, pero que hoy encuentra fácil seguir otras corrientes contrarias a las que entonces predominaron.

Y lo que digo de la guerra digo de la paz. No hay nada más difícil que determinar el momento de detener la guerra entre dos pueblos; es un problema dificilísimo, porque si se hace antes de la oportunidad, entonces se viene, no sólo a que no se llegue a la paz y que no se termine la guerra, sino a tales y tan grandes complicaciones, que la exasperen y la hagan mucho más grande de lo que hasta entonces había sido, y si se hace después se puede hacer en tan malas condiciones, que no le quede al vencido ni terreno en que pisar. Pues bien; el momento que el Gobierno escogió creyó que era el más oportuno para establecer y para pedir la paz, y, en efecto, así ha debido ser cuando la hemos podido conseguir sin perturbaciones y con la calma y con la tranquilidad más perfectas.

¿Pero es que nos hemos separado en esto también de la opinión pública? Está en esto tan equivocado S. S. como lo estaba al creernos separados de las corrientes que iban a la guerra. No había español que no quisiera la paz cuando el Gobierno español la pidió, no había población que no la demandara, no había colectividad que no la suplicara. ¿Quién era contrario a la paz? Yo debo hacer aquí una aclaración. Aparte de las noticias que de todas partes recibíamos, yo tuve en aquellos días conversaciones con una gran parte de los hombres políticos de España. Todos creyeron que continuar la guerra era una temeridad. El que más, decía: allá el Gobierno verá lo que ha de hacer; pero a mí me parece que es una temeridad. Sólo hubo uno que me dijo: yo estoy por que continúe la guerra, porque más de lo que hemos perdido no hemos de perder, y, en último resultado, seguiremos defendiéndonos como podamos, [1880] con mayor vigor, con mayor energía, y quizá podamos reponer lo perdido. Éstas fueron, poco o menos, sus palabras. Es un hombre político importante, que cuando tiene una convicción no halla inconveniente en manifestarla, porque tiene, entre otras prendas muy recomendables, la del valor de sus convicciones. Ya comprendéis que me refiero al Sr. Romero Robledo. Es más, yo, que por antecedentes políticos y personales he tenido y tengo siempre en gran estimación al Sr. Romero Robledo, encontré tan extraña su opinión, que le dije: mire usted que en esa opinión está usted solo en España. Y me contestó: es igual, porque cuando defiendo una idea de la que estoy profundamente convencido, mejor estoy solo que mal acompañado.

Pues esto le probará al Sr. Salmerón que, lejos de estar el Gobierno divorciado de la opinión pública en la cuestión de la paz, ha estado identificado con toda la opinión pública, con una sola excepción, la del Sr. Romero Robledo, que tuvo el valor de decirlo, y si el Sr. Salmerón dice ahora que pensaba lo que el Sr. Romero Robledo, echo de menos en S. S. el valor del S. Romero Robledo. (El Sr. Romero Robledo: Cuando yo tome parte en este debate repetiré lo que tuve la honra de decir a S. S:, y lo explicaré en términos que no parezca que aquello fue una genialidad, sino un consejo de patriotismo.) De manera señor Salmerón, que el Gobierno no ha ido a la guerra por el régimen vigente, ni el Gobierno ha hecho la paz por el régimen vigente, ni el Gobierno se ha movido más que por sus patriotismo y por los deberes que el patriotismo le imponía.

Pero el Sr. Salmerón era de los muchos que creían que España no podría sufrir el más pequeño quebranto en sus colonias, y que bastaba la pérdida de Cuba para que la Nación española no pudiera vivir como vive. Era S. S. de los que hacían aquellos vaticinios terroríficos, aquellos pronósticos pavorosos, diciendo que si se perdía Cuba por un desastre del ejército, ocurrirían tales convulsiones en la Península que no quedaría piedra sobre piedra.

Pues bien, Sr. Salmerón; se ha perdido Cuba, se han perdido otras posesiones de Ultramar, los desastres han llegado hasta donde nadie podía imaginar, y, sin embargo, aquellos vaticinios terroríficos han sido fallidos, pues no se ha alterado la paz en la Península y la Península ha podido hacer su vida normal, como en las circunstancias más tranquilas. ¿Es que eso también se ha hecho por el régimen actual? No, lo que ha ocurrido es que eso lo ha hecho precisamente el régimen actual.

Pero ahora nadie se acuerda ya de eso, como no sea el Sr. Salmerón para vengarse del régimen actual, entonces nadie creyó que sucedería lo que ha sucedido; entonces nadie creyó que aquellos peligros con que se amenazaba se habrían de conjurar, y el hecho es que se han conjurado, y que aquí en el territorio de la Península, en lo que puede decirse que constituye el corazón de la Patria, no ha pasado nada? (Rumores.) ¿Qué ha pasado en la Península?

Pues bien, ¿cómo ha sucedido esto que nadie creía? ¿Por quién, cómo y cuándo se han conjurado todos estos peligros con que se nos amenazaba? Yo ya lo sé, también lo sabe el Sr. Salmerón, pero a mí me basta con la convicción que tengo de que también lo sabrá la historia y lo consignará para adjudicar a cada cual la justicia que le corresponde en este desastre nacional, cuyas causas no son sólo esas de que se habla por ahí, son todavía más profundas, y cuyos efectos, ya que nos amenazaban allá en las extremidades y exigían dolorosas amputaciones, se ha procurado limitar, localizar, se han atajado, como no se han atajado en catástrofes semejantes ocurridas en otros pueblos que se tienen por más grandes y con otros Gobiernos que se tienen por más fuertes. (Muy bien, en la mayoría.- Rumores en los bancos de la minoría republicana.)

Este resultado lo ha conseguido el régimen actual porque con otro régimen, con el que S. S. pretende? ¿qué había de haber pasado eso? Lo que ha pasado en Cuba y en Filipinas hubiera sido nada para lo que hubiese sucedido en la Península y con lo que ha pasado en Cuba, en Filipinas y Puerto Rico y lo que habría pasado aquí, de tal manera se hubieran puesto las cosas, que hubiese sucedido lo que el Sr. Salmerón ha dicho esta tarde que pudiera temerse en un momento dado en que la demagogia triunfara; hubiera sucedido que nos amenazara una invasión extranjera. Eso nos hubiera pasado con el régimen de S. S. Compare ahora S. S? (El Sr. Muro: Su señoría habla de un supuesto por lo que se refiere a nosotros, y nosotros hablamos de un hecho consumado. Esa es sencillamente la diferencia.)

El Sr. PRESIDENTE: Orden, orden. No tiene S. S. la palabra.

El Sr. JIMENO DE LERMA: El régimen cantonal es de la historia moderna.

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): El Sr. Salmerón en su afán de buscar responsabilidades por los desastres sufridos, echa, como vulgarmente se dice, por la calle de en medio, y hace culpables a todos los hombres políticos de todos los partidos y a todos los Gobiernos vienen interviniendo en los negocios públicos de veinticinco años a esta parte (¿no es verdad, señor Salmerón.?) para deducir, como consecuencia, que toda la responsabilidad de cuanto ha pasado no es de los partidos ni es de los Gobiernos, es del régimen vigente. Lo repito; es una verdadera obsesión la que el régimen actual le produce a S. S.

Pues bien, esta Nación ha sido tan desdichada, que desde principios del siglo ha pasado por periodos verdaderamente aciagos, ha pasado su vida peleando en guerras extranjeras y en luchas intestinas, devorándose los unos a los otros, derrochando los tesoros de la Nación y derramando a torrentes la sangre de sus habitantes.

En estas circunstancias, la Nación había quedado verdaderamente agotada y anémica, nuestra Hacienda está mala, nuestro crédito peor, nuestra administración malísima, pero llega la Restauración, eso que S. S: condena tanto y antes que la Restauración otros Gobiernos y restañan en cuanto les es posible las heridas recibidas en tanto desastre y arreglan la Hacienda y levantan el crédito y empiezan a aumentar las obras públicas, a poner en defensa las plazas y fuertes, a defender las costas aquí y en las colonias. (Rumores en la minoría republicana.) Es verdad. (El Sr. Azcárate:¿Y la escuadra?) También a crear la escuadra, y ha sido tal desgracia, que cuando España se hallaba en esa empresa regeneradora y casi para terminarla, la han sorprendido dos grandes insurrecciones coloniales y una guerra [1881] con un país poderoso ayudado por esas dos insurrecciones.

¿Qué culpa tiene el régimen actual en las circunstancias en que se ha visto España, cuando este régimen es el que realmente ha estado arreglando la Hacienda y poniendo las cosas hasta el punto de que hayamos podido soportar los gastos enormes de estas guerras? ¿Qué culpa tiene el régimen actual que después de todo ha consolidado la libertad, ha levantado la Hacienda y ha puesto en buenas condiciones el crédito hasta el punto de poder sufragar esos gastos? Lo que no puede el régimen actual porque no lo puede ningún régimen, es hacer que un pueblo de 16 millones de habitantes, agotado y empobrecido por tanta desdicha, pueda vencer a un pueblo de 74 millones de habitantes, poderoso, enérgico, joven y además apoyado por dos grandes insurrecciones, una a 1.500 leguas de la Metrópoli y otra a más de 3.000.

Eso no lo ha hecho ni lo puede hacer ningún régimen, a no ser que S. S: tenga alguno misterioso, que bien pudo aprovecharlo para librarse de los horrores que con él hicieron y para evitar el ser víctima, como lo fue y como lo fue el país, de tanta perturbación, de tanta ignominia y de tanto desastre como sobrevino sobre este pobre país, en la corta, accidentada y desgraciadísima dominación de SS. SS. (El Sr. Salmerón: ¿Qué territorios perdimos? ¿Qué derrotas bochornosas sufrimos? Que se diga.)

Yo no sé si sobre algunos puntos esenciales del discurso de S. S. he dejado de decir algo, pero como presumo que este debate ha de continuar, en el curso de él procuraré compensar las deficiencias en que haya podido incurrir al contestar a S. S. Creía que S. S. no terminaría su discurso esta tarde y no he tomado apuntes; por esto es posible que haya dejado pasar desapercibidos algunos puntos importantes del discurso de S. S. Si así fuese, dispénseme S. S., en otra ocasión me ocuparé de ello.

Pero recuerdo que al final de su discurso pidió el Sr. Salmerón el apoyo y el auxilio de las huestes liberales contra ciertas alianzas que S. S. ve en el horizonte político. Me temo yo que S. S. esté obsesionado también con la reacción como lo está con el régimen actual, y que vea ciertas alianzas que no pueden existir, en mi opinión, y ciertos temores imposibles a la altura en que han quedado las cosas en España. Porque, yo no sé si me equivoco, pero esa tendencia de que S. S. ha hablado me parece de todo punto imposible en este país, venga quien venga a realizarlo. (Muestras de aprobación en la mayoría.) Ha costado mucho trabajo conquistar la libertad de este país, y no es fácil que se la quiten. (Nuevas muestras de aprobación.) Muchas mejoras necesita este país; es necesario hacer muchas cosas para reponerle de sus heridas; yo estoy dispuesto a llegar con mi partido hasta donde sea necesario; pero si fuese preciso para eso, no digo destruir, pero siquiera mermar alguna de las libertades conquistadas, no, no, yo no lo haría jamás. (Grandes aplausos.)

Y ahora voy a darle a S. S. un consejo, permítame que se lo diga, consejo que debería aceptar, no por el valor de mi persona, pero siquiera por el puesto que en este momento ocupo, aunque inmerecidamente.

Si la libertad puede peligrar en España, que yo no lo creo, se lo digo a S. S. con sinceridad, no dependerá más que de los republicanos. La libertad sólo puede peligrar en España si los republicanos insisten en la conducta temeraria que hasta aquí han tenido con el régimen actual. Yo no digo que se sometan al régimen actual como correligionarios, no digo que se hagan monárquicos; o único que digo es que hagan lo que hacen todos los republicanos que son patriotas en todas partes, que manteniendo sus ideales y propagándolos por los medios que les dan las leyes, y nada más que por los medios que les dan las leyes, respeten y acaten el régimen existente. Pero si SS. SS., en lugar de dar al régimen actual fuerza bastante para que la reacción jamás pueda imponerse, se la quitan, ¡ah! entonces es posible, yo no lo creo, pero quizá alguien piense que ese caso pudiera llegar. Pues bien, para que no llegue ese caso, no os pido sino que seáis buenos ciudadanos, que seáis republicanos si queréis, pero buenos ciudadanos, acatando los poderes públicos que en la Nación existen. (Ruidosos y prolongados aplausos.)



VOLVER AL MENÚ PRINCIPAL